Miscelánea

Un cuento de terror: Islandia

Todo lo que dura demasiado acaba por asfixiarte. Me gustaría decir que no dormí a causa de los nervios por la reunión del comité, pero lo cierto es que el termómetro de la habitación no había marcado una cifra por debajo de los treinta y cinco grados en toda la noche. Era fácil saberlo porque nos pasábamos las horas dando vueltas en la cama, suspirando y maldiciendo por el calor. Ya nadie cruzaba los dedos antes del parte meteorológico para que el sol apareciera como hacía la generación de mi madre.

El sistema de climatización que tenía el área donde compartíamos espacio vital los diferentes científicos de la colonia ya llevaba bastante tiempo fallando, debido a las altas temperaturas del exterior, y las noticias que provenían del departamento de meteorología no eran muy esperanzadoras.

—No le des más vueltas, Raquel —me dijo Nora, abanicándose con las manos.

—Hablar en público me pone nerviosa —respondí mientras me recogía el pelo.

—Pero si ya sabes que la reunión es pura formalidad. Parece que ni cuando estamos al borde de la extinción se dejan de los dichosos protocolos.

—Creo que tiene que ver más bien con la firma que nos hacía falta —añadí con hastío—. No sé qué importa lo que piense el presidente a estas alturas…

—Porque os habéis empeñado en salvar a la humanidad, que si fuera por mí, la dejaba desaparecer. Igual así la Tierra tenía oportunidad de renacer de sus cenizas.

—Nunca mejor dicho —reí y Nora me acompañó—. Se te olvida que eres una polaca blancucha y tú también te achicharrarías.

La cantidad de melanina no importaba. Ni su piel ni la mía sobrevivirían a los sesenta grados que auguraban las previsiones para el verano, por mucha ascendencia africana que hubiera en mi sangre. Eso me hizo pensar en mi madre, en todos sus años como activista y en la infinidad de veces que nos había sobresaltado una llamada de la policía para avisarnos de que estaba detenida.

Llevaba la lucha en la sangre, no solo por el color de su piel sino también por el vínculo especial que parecía tener con la tierra. No toleraba que nadie la maltratara, ni siquiera se atemorizaba delante de un juez. Y al final fue precisamente lo que tanto temía que matara a su querido planeta Tierra lo que se la llevó. Por eso tenía que dejarme de tonterías y entrar en aquella sala atestada de los pocos peces gordos que quedaban y defender mi proyecto. La Tierra se lo merecía y mi madre también.

Además del amor por la naturaleza, hubo algo más que había heredado de mi madre: la desconfianza en el hombre blanco. Después de todo, habían sido ellos y su afán capitalista lo que nos había colocado en la delicada situación en la que nos encontrábamos y aún así no dejaba de pensar en las últimas palabras que mi madre pronunció: «todos hemos participado en esto. Entre todos debemos arreglarlo».

Respiré hondo, aunque no me sirvió de nada porque el aire era fuego del infierno en el que ahora vivíamos y me quemaba los orificios nasales. Más que tranquilizarme, sumó una sensación de ahogo a la ansiedad que ya sentía. Nora me dio un abrazo húmedo, mirándome con unos ojos que se disculpaban por empaparme de sudor. La ventilación continuaba fallando. Luego me puse el uniforme, que ya no constaba de una bata blanca sino de una especie de pijama de un tejido especial que había inventado una modista india el verano en el que el país alcanzó los cincuenta y cinco grados.

Resultaba interesante y decepcionante a la vez ver cómo los humanos llegábamos a ser más reactivos que proactivos. Al principio la gente no estuvo por la labor de cambiar sus adoradas prendas a la última moda y tacharon a la modista de ingenua y hortera, como si el sentido del gusto importara cuando te estabas deshidratando. Sin embargo, cuando pasamos el primer año con seis meses de sequía y las temperaturas alcanzaron los máximos históricos en Europa, todos se aprendieron su nombre, Ravi, que para más inri significaba «sol».

Sucedió algo similar cuando un grupo de científicos de mi unidad observó que, si los mandatarios continuaban alargando los protocolos que firmaban sin llevar a cabo acciones contundentes y aquello se prolongaba un par de años más, la temperatura del planeta subiría seis grados de media y calcularon que el primer verano con sesenta y cinco grados llegaría justo el año en el que nos encontrábamos.

Aún así, hubo quienes negaron las evidencias que la ciencia y la experimentación nos ofrecían y se volcaron en una campaña mediática internacional para desacreditar la teoría, pero la realidad se ocupó de cerrar algunas bocas, literalmente.

El verano que siguió a aquella afirmación el calor se llevó a la mitad de la población del sur de Asia, gran parte de África y arrasó con los países de América del sur. A pesar de que los sistemas de climatización habían avanzado asombrosamente rápido, eran inalcanzables para muchos ciudadanos. A eso se le sumaba que los ancianos y los niños no soportaban la rápida pérdida de agua tanto como podía hacerlo una persona joven y bien alimentada.

Cualquiera que hubiera vivido aquel desastre pensaría que había sido suficiente para despertar algunas conciencias, pero la verdad, aunque ninguno lo haya admitido en voz alta hasta el momento, era que los máximos mandatarios mundiales no decidieron hacer algo al respecto hasta que la ola de calor se llevó a uno de los suyos.

Ya no había nada que discutir. Estábamos sumiendo al planeta en una agonía lenta y dolorosa y nosotros nos iríamos con él.

Lo que había tardado décadas se hizo en tres horas. Los gobiernos se organizaron en una cumbre mundial urgente en la que los idearios se dejaron a un lado, aunque no fue tanto así con los colores. El color verde seguía sentenciando quién tendría acceso a lo esencial antes que los demás.

De pronto, los científicos importábamos algo en todo el asunto, incluso diría que hasta llegaron a escucharnos alguna vez. Mi madre ya se había unido con la tierra para entonces, así que me alisté entre los grupos de trabajo que se habían organizado para hacer frente a lo que estaba por venir. Le había prometido que haría mi parte por salvar a su querido planeta.

Llevaba años con la idea de Islandia en la cabeza. Cuando estudiaba todo el mundo hablaba de lo importantes que seríamos los ingenieros en el futuro y de que un día construiríamos una nueva vida en otros planetas. Esa idea me aterró. No quería marcharme de mi hogar. Me gustaba mi planeta, con sus tierras desérticas a un lado y los bosques en otro, las brisas cálidas y húmedas de los trópicos y los enormes bloques de hielo y la tundra de los polos. La Tierra era compleja, contradictoria y a la vez equilibrada y sabia como casi todas las criaturas que la habitaban. Sin embargo, nuestra especie era la única que se empeñaba en destruirla.

Por eso pensé en Islandia. Nora y yo nos conocimos en la universidad cuando ella terminaba sus estudios de ciencias de la atmósfera y yo comenzaba los míos de física, tras haberme convertido en ingeniera aeronáutica.

—Ya verás lo poco que importa después de esto si conseguimos trabajo o no —decía Nora, con aquel fuerte acento con el que las erres parecían que iban a hacerle sangrar las encías—. Nos vamos a morir todos si no paramos a tiempo. La gente cree que el calentamiento global es fantástico porque así podemos irnos a la playa en febrero.

—Te pareces a mi madre —le solía responder con una sonrisa, intentando no interiorizar lo que decía para no asustarme—. No creo que esperen tanto… Los peces gordos también se morirán si no hacen algo.

—¿Esos? Qué va. Seguro que tienen un cohete por ahí, esperándolos para llevárselos a Marte.

—Pues ahí también iban a pasar un poco de calor.

Y las dos nos reíamos, aunque en el fondo sabíamos que había poco de broma en lo que decíamos. Islandia surgió de todo ese temor. No quería morir ni ver a los míos abrasados por la irresponsabilidad de otros, así que ideé una estructura similar a la de un invernadero, pero que mantenía la temperatura corporal de un humano a unos niveles adecuados para que no se deshidratara. Además, incorporé un sistema de filtrado del aire que lo enfriaba y lo expulsaba limpio de impurezas. No iba a salvar al planeta, pero nos daría tiempo para enmendar los siglos de contaminación y darle una nueva oportunidad.

Entré a la sala donde esperaban el presidente de la colonia y sus dos consejeros y me sentí avergonzada de llevar aquel pijama blanco frente a las autoridades, aunque aquella sensación no duró mucho tiempo, pues pronto recordé que se había convertido en el uniforme oficial de los humanos que aún quedábamos.

—Doctora Duiker —dijo el presidente, extendiéndome la mano con la que sujetaba un pañuelo que había usado para secarse el sudor—. Es un placer conocerla por fin —Asentí sin decir nada—. Si no le importa, preferiría ahorrarme los protocolos. Estamos en una situación de emergencia global. Necesitamos construir su máquina lo antes posible.

—No es una máquina, presidente. Islandia es una estructura, una especie de habitación con…

—Sí, sí, eso quise decir —me interrumpió con prisa—. Hay que ponerse manos a la obra. Los documentos están firmados. Tendrá el material y el equipo que necesita. Debe empezar con el trabajo hoy mismo. Nuestros socios de gobierno en otras colonias apoyan el proyecto también. ¿Cuándo cree que podremos tenerla lista?

—Eso depende, señor —contesté, frunciendo el ceño y casi soltando una risa de incredulidad—. Solo en esta colonia somos casi dos mil personas. El prototipo que construimos podía acoger como máximo a seis. Habrá que trabajar muy duro para conseguir acoger a tantas personas antes del verano.

—Haremos lo que esté en nuestra mano —repuso uno de los consejeros.

—No se preocupe, doctora Duiker —añadió el presidente, mirando de reojo al que había hablado antes—. Habrá sitio para todos.

Con la ayuda de un buen equipo y haciendo turnos para trabajar día y noche, podríamos construir al menos cuatro estructuras que protegieran a la colonia durante los meses que amenazaban con convertir la atmósfera en una bola de fuego.

El equipo del presidente me solicitó los planos y demás detalles del proyecto y me presentó a quienes serían los encargados de llevarlo a cabo, así que durante los meses que siguieron me dediqué en cuerpo y alma a asegurarme de que todo saliera según lo previsto. Nora me informaba diariamente sobre los cambios que observaban en el tiempo, la humedad relativa del aire, la radiación solar y otros parámetros que necesitábamos saber. Casi podía percibir al fin algo de optimismo en ella sobre nuestra situación.

—¿Ves? Al final vas a tener que retirar todo eso que decías de que nos íbamos a extinguir —le dije cuando estábamos a solo una semana de acabar el trabajo.

—De eso nada —respondió—. Sigo pensando que el planeta tendría más oportunidad de recuperarse si desapareciéramos como los dinosaurios.

—Pues siento que no vaya a ser así. Mi pequeña Islandia nos salvará a todos —sonreí.

—¿A todos? Ni de coña. Aquí no cabe ni la mitad la colonia…

—Eso ya lo sé. Se están construyendo otras tres estructuras más al otro lado de la montaña.

—¿Estás segura?

—Venga, Nora. No te pongas conspiranoica. ¿Es tu sangre del este la que te hace dudar de todos?

—Dígame, doctora Duiker, ¿ha visto las otras tres estructuras? ¿ha ido a supervisar cómo va el trabajo? —preguntó en tono de burla.

—No, hay varios ingenieros encargándose del proyecto. Yo misma les expliqué el procedimiento. Nos dividimos para… —Nora volteó los ojos, avisándome de que volvía a comportarme como una niña ingenua—. ¡Johan! —llamé a uno de los constructores que colocaba los últimos paneles—. ¿Quiénes trabajan en las otras estructuras? Deben ser compañeros tuyos…

La mirada esquiva de aquel hombre recortado y su gesto nervioso al rascarse la cabeza antes de responderme fueron suficientes.


El día que tanto habíamos esperado y temido se despertó con un amanecer rojo que casi predecía lo que iba a ocurrir. Me alegré al ver que Nora era leal, además de pesimista, y que tenía tan pocas ganas de morir como los demás. Me esperaba sentaba a las puertas de mi creación, sentada sobre la tierra como si no le molestara el calor que ya desprendía. Sobrepasábamos los cuarenta grados y parecía agotada, pero sonrió igual que si hubiera dormido ocho horas seguidas.

—Están todos dentro —me confirmó.

—¿Todos?

—Bueno, ya sabes a lo que me refiero. Todos los que deben.

—Entremos. Una de las mejores meteorólogas que conozco ha corroborado que hoy se alcanzarán los sesenta grados que tanto temíamos —le dije con una sonrisa y mi brazo sobre el hombro e hice un ademán para ir hacia la puerta.

—Raquel —me llamó con un gesto serio—. ¿Estás segura de lo que vas a hacer?

—No podemos permitirnos un error y no puedo confiar en quienes iban a salvarse a espaldas del resto.

—Lo sé. Pero…

—Nora, has hecho lo que debías. Teníamos que adelantarnos y avisar a los demás de lo que planeaban. Me usaron para construirles un refugio a los peces gordos, a los ricachones que sí podían permitírselo, a los mismos que nos han traído hasta esta situación. Vamos, ahora todos tendremos una oportunidad. Todos, salvo aquellos que nos ignoraron durante décadas.

Respiré profundamente e hice esfuerzos para retener en mi memoria aquella sensación abrasadora en mis pulmones. Haría mi parte, como le había prometido a mi madre, y los que habían esperado hasta el último momento para actuar, condenándonos a la destrucción, tendrían la oportunidad de comprobar cuántos minutos puede sobrevivir el ser humano a sesenta grados bajo el sol.

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