Leer terror

Un cuento de terror: Señor Barro

Hoy un hombre ha matado a su hermano por controlar el mando de la televisión. La periodista lo explica y muestra una imagen de la puerta precintada por la policía. Luego pasa a lo siguiente: un accidente múltiple en la A-384, camino de Antequera; el tifón Yolanda arrasa con Filipinas; la abeja ha pasado al Libro Rojo de especies en peligro de extinción inminente; otra mujer asesinada a manos de su ex marido con sus hijos delante. Sin novedad, otro día idéntico al anterior.

            Alba observa absorta las reacciones de transeúntes cuando el reportero pregunta por el asesino, se indigna cuando todos repiten que era un buen vecino que nunca había dado motivos para sospechar lo contrario. Pero Alba tiene once años y aún se sorprende cuando escucha que el mar se ha tragado a otros cientos de infelices con las esperanzas puestas en un país soñado. No entiende por qué nadie lo soluciona. Patalea, me pregunta y le grita a la televisión. Yo me limito a mi bol de cereales de avena. Podría comerme un chuletón poco hecho mientras contemplamos los videos de los cuerpos flotando en el agua. ¿Estoy enferma?

            Lo peor no es que me haya vuelto insensible al sufrimiento ajeno sino que me molesta que a mi hija todavía no se le haya endurecido la piel. Ha tenido once largos años de continuas dosis de violencia e injusticias para inmunizarse y se empeña en seguir emocionándose. Pero no es para tanto, la molestia me dura lo mismo que el zumo de naranja que me bebo «antes de que se le vayan las vitaminas». Me gustaría explicarle que cuando la prensa la toma con una noticia, la magnifica hasta unas proporciones estratosféricas para nuestro entretenimiento y que, una vez exprimida hasta la última gota, buscan otra carroña de la que alimentarse.

            Mi marido me dice que esos números que engrosan gráficos en tres dimensiones son personas de carne y hueso, él le pone más empeño que yo en agarrar su sensibilidad para que no lo abandone, y yo me esfuerzo por ponerles cara, nombre y hasta alguna manía odiosa que me haga concebirlos como algo real. En el fondo sé que lo son, que existen, pero no hay estímulo que active mi empatía. Supongo que es como las baterías de litio y ha llegado a su número limitado de cargas.

            Mi psicóloga me ha confirmado varias veces lo que ya sabía sin necesidad de diploma ni máster. Que estoy apática. Me dice que tengo que buscarle el lado positivo a la vida. Me pide que encuentre el santo grial que prometen cantidades ingentes de libros de autoayuda. No entiende que soy capaz de racionalizar la parte positiva de una situación sin que me importe lo más mínimo. Alba me mira y sacude con la cabeza en un gesto de desaprobación y noto un atisbo de tristeza por que su madre no sea como las demás, que no la proteja de la maldad del mundo hasta los veinticinco, que no le repita que todo saldrá bien. Pero se me da mal mentir.

            Aún así, continúo con esta pantomima que nos hemos montado y hago como si ir a trabajar cada día, pagar las facturas a tiempo y reciclar nos fuera a salvar de un fin que nos merecemos. Mi marido vuelve a llamarme para hablar a solas. Reitera que no puede más, que siente que vive con un fantasma, o peor, con una estatua,  y que le estoy haciendo daño a mi hija. Es la misma conversación que llevamos teniendo demasiado tiempo.  Me gustaría creer que fue su amenaza de divorcio la que me empujó a acudir al Señor Barro, pero en realidad lo hizo la pereza y la intención de demostrar que estaban equivocados. No había nada que salvar ni en mí ni en el mundo que veían a través de sus gafas de colores.

            Si me hubieran dado un euro por cada vez que recogía uno de esos papelitos que colaban por debajo de la puerta en la clandestinidad de las horas cercanas al amanecer, ya me habría comprado una casa en el campo. Sin embargo, en esta ocasión el nombre me ha llamado la atención. Imagino a un alfarero ofreciendo sus servicios en el siglo XXI y resoplo en lo que podría considerarse mi forma de soltar una carcajada en estos tiempos.

            «Señor Barro. Vidente, futurólogo y curandero. Ayuda a resolver todo tipo de problemas con resultados increíbles en poco tiempo, ayuda a recuperar la pareja por difícil que sea, devolver el amor perdido o atraer a la persona deseada, ayuda a mejorar en los negocios, en el trabajo a todos los niveles, soluciona los problemas matrimoniales, judiciales, exámenes, enfermedades de origen desconocido, impotencia sexual, el mal de ojo, hechizos, sustos, malos espíritus y protección contra todos los miedos y accidentes de la vida».

            Me parece un poco ambicioso, pero afirma que su trabajo es serio (en letras negras mayúsculas) y de garantía y confianza. Además, recibe consultas a cualquier hora y desde cualquier lugar del globo. Flexible, versátil y seguro. Percibo cierta sensación de curiosidad en mi estómago y quiero aferrarme a ella porque hace tiempo que no aparece nada similar. Espero a que Alba se marche al colegio con ese brillo en los ojos de una juventud que aún mira al futuro con esperanza. La envidio, y esa emoción también me sirve como salvavidas para continuar considerándome humana.

            Marco el número y una voz grave y musical me saluda solemne, como si estuviera contactando con otro mundo. Pregunto por el Señor Barro y, cuando confirmo que es el hombre de acento africano que me habla, le explico que necesito una cita. Insiste bastante en saber de qué se trata, así que solo le cuento que requiero un remedio para una enfermedad. Repite varias veces que su poder abarca todo tipo de dolencias del cuerpo y del alma, sin olvidar recalcar que todo servicio conlleva un pago. Le confirmo que eso no es un problema (mi apatía no se ha vuelto disfuncional y conservo mi empleo de cobradora de peajes después de veinte años), cuelgo y me envía una dirección.

            No la reconozco, pero el GPS de mi coche la ubica al instante. Esta ciudad es más grande de lo que parece en un mapa, sus recovecos esconden secretos que se les escapan a los satélites que nos vigilan. En un piso de un barrio en el que jamás había puesto un pie, flanqueado por un bar de paredes sucias y una peluquería con mujeres de cabellos rizados como muelles. Aprieto el botón del portero indicado y alguien me abre sin preguntar. Subo hasta el tercer piso y por el camino huelo la antigüedad del inmueble, que podría sepultarnos en cuanto se canse de apoyarse en unos cimientos exhaustos.

            La puerta está entreabierta. La misma voz que respondió el teléfono me grita que pase y obedezco sin plantearme demasiado dónde me estoy metiendo. Asumo que solo pasaré un rato corroborando que mi problema no tiene solución y que el Señor Barro es un charlatán que se aprovecha de los crédulos y los desesperados. Me dirijo hasta la única habitación que veo con luz entre tanta tiniebla y la visión de un hombre vestido con un pantalón vaquero gris y una chaqueta de chándal azul me decepciona. A pesar de su tersa piel oscura, se adivina su edad por las canas de su barba y las arrugas de la frente. No hay decoración que confirme su origen africano, pero eso deja de ser necesario cuando abre la boca para ofrecerme asiento.

            Titubeo un poco, no sé cómo explicar qué busco de este desconocido, y al final decido que no importa demasiado lo que diga. Me ofrecerá un elixir con ingredientes extraños y secretos que prometerá curar mi indiferencia y me pedirá que pronuncie unas palabras en un idioma antiguo que probablemente no sirvan ni para un tatuaje.

            —No me afecta absolutamente nada. Hace años que no derramo una lágrima ni sonrío de verdad. Antes fingía para encajar, ahora ya ni eso.

            —¿Esa es la enfermedad que necesita curar?

            —El papel decía “todo tipo de problemas”, incluso enfermedades desconocidas.

            —¿Desconocida? Eso no es del todo cierto —En eso estamos de acuerdo. Yo sé muy bien de dónde proviene—. Lamentablemente, no es la única con este trastorno. El mundo está enfermo desde hace siglos. He curado a muchos otros en estados avanzados.

            —¿Y qué es lo que me pasa?

            —Muy fácil, ha dejado que la Oscuridad se aloje en usted. Ha estado demasiado tiempo expuesta. Antes, la Oscuridad pasaba de boca en boca, pero ahora le hemos dado tantas puertas por las que entrar… Por eso no tengo televisión ni conexión a internet. ¿No se ha preguntado por qué las aldeas más remotas y pobres son las más alegres? Pero no se preocupe, podemos arreglarlo. ¿Confía en mí?

            —Supongo… —Me sorprendo respondiendo una verdad a medias. Lo que explica conserva cierta lógica.

            —Debe estar muy segura del paso que va a dar. La mayoría ni siquiera se molesta. Es usted valiente. Renunciar a la comodidad de la indiferencia es un gran paso. Venga conmigo…

            —¿Ahora?

            —¿Por qué esperar? La Oscuridad funciona como el veneno de una serpiente, hay que extraerla antes de que paralice todo el cuerpo. Digamos que su alma se pudre…

            No sé si lo que me hace dudar es que solo busque asegurarse un negocio o que en realidad sea capaz de arreglarme y tenga que volver a sufrir con cada imagen de destrucción, cada lamento de dolor, y la impotencia de ser incapaz de solucionar más que algún problema mínimo. Me tomo un momento para rebuscar en mi interior alguna razón de peso para acceder a esta estupidez y encuentro a Alba con gesto preocupado, esa expresión que a mí hace tiempo que no me sale.

            Sigo al Señor Barro hasta una salita con una mesa redonda con un mantel floreado que roza el suelo, un par de sillas y estantes repletos de figuritas de arcilla en posiciones extrañas y rostros impávidos. Es el objetivo, darle credibilidad, y lo consigue un poquito. Me siento y él se ausenta un momento. Ya intuía que no iba a presenciar la elaboración de la pócima mágica. Pongo atención por si escucho algo que me dé una pista, no quiero volver a casa con unos cientos de euros menos y una intoxicación. Al rato, vuelve y esta vez sí se ha ataviado con una túnica azul hasta los pies y abierta a ambos lados. Su expresión es todavía más solemne que su voz cuando me pide que me levante y cierre los ojos.

            Ahí vienen, las palabras que suenan como un tambor y que podrían ser tanto una invocación a un dios como la carta de los platos del día. Aún así, escucho en silencio y lo dejo hacer. Sigo pensando en por qué he venido, eso debería ser una señal de que el robot en el que me he convertido aún conserva un poco de luz, de que me importa. Claro que me importa, esa no era la cuestión. El verdadero problema es que no me afecta nada que suponga el sufrimiento ajeno, a veces ni siquiera el propio. Lo pienso mientras el curandero africano me espolvorea con vete a saber qué y frota hierbas que suenan como unas botas contra una esterilla de esparto. La siento en las fibras que conforma mi esencia, enredada en tiras negras y pegajosas como alquitrán. No quiere soltarme, pero hay sonidos que la obligan a retorcerse de dolor. Pronto, la Oscuridad es un agujero negro en el centro de mi cuerpo por el que caigo sin producir un solo grito. Los cánticos cada vez más tenues. El polvo anida en los orificios abiertos y se mezcla con una humedad que lo transforma en una pasta. Está sellando posibles salidas. Ahora no puedo moverme, pero sí oigo sus órdenes. Todo dura un instante breve, o eso me parece.

Me pide que abra los ojos.

            No, no es a mí porque cuando lo hago me veo, allí de pie junto al Señor Barro, pero esa no soy yo. Esa mujer tiene brillo en los ojos y una sonrisa sincera cruzándole la cara. La llama por mi nombre y ella responde, se lo sabe todo.

            —Casada. Mi hija se llama Alba y hoy no he ido a trabajar. Tendré que hablar con mi jefa.

            El hombre asiente.

            —No sé por cuánto tiempo podré mantener la Oscuridad encerrada. Disfrute de su vida mientras tanto y, ya sabe, deshágase de la televisión. Le dará unos años más de luz.

            Y ella se va, vuelve a casa con mi piel como disfraz y preparada para demostrar que posee alma. Se estremecerá con los refugiados apilados en campamentos, llorará con los reencuentros de familiares en aeropuertos y se espantará ante otra masacre bélica en un país lejano. Mientras, yo me quedo aquí, encerrada en un figura de arcilla de cara impasible, esperando pacientemente que el hastío acabe resquebrajando esta jaula y lo peor de todo es que me da igual.


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