Escribir terror,  Leer terror

No me gusta el terror y otras mentiras que te cuentas

“No me gusta el terror, me da miedo”, eso dices. Una evidencia, ¿no? Porque si algo está ahí para provocar una sensación de la que todos huimos, el miedo, ¿para qué buscarla aposta? ¿Estamos mal de la cabeza? Seguro que piensas que es así. Los fans del terror estamos locos. Lo que se te olvida es que aquí cada uno le pone al envoltorio la etiqueta que le conviene y te han engañado. Sí, siento decírtelo pero te la han colado, y unas cuantas veces. “Los hombres que amaban a las mujeres” de Stieg Larsson no es solo un thriller; “Carcoma” de Layla Martínez no es novela negra; «En la casa de los sueños» de Carmen Machado no es erótica; “Cumbres borrascosas” de Emily Brönte no es un drama; Tiburón de Steven Spielberg no es aventura; Jurassic Park no es acción, por citar unos ejemplos.

No, en esas historias hay motivos suficientes para pasar miedo, te lo aseguro. Violencia de género, violencia de clases, asesinatos, desapariciones sin resolver. ¿Acaso eso no te asusta bastante más que cualquier fantasma? Porque reducir el género de terror a “cosas que dan miedo” es pasar muy por encima y los que lo escribimos sabemos bien que eso no es posible. Cuando escribes terror hay que viajar hasta las profundidades, a esas que tratamos de evitar, a las que causan todo lo que odiamos, a lo feo, a lo sucio, a lo humano. Hay que hablar de temas tabú poniendo las cartas sobre la mesa, aunque sea a través de brujas y vampiros; de lo más oscuro de la psique, de lo que nos atormenta en secreto y en silencio, de los pequeños retos cotidianos que parecen inocentes pero no lo son, de la injusticia social, y a veces para llegar hasta el fondo del asunto hay que retorcerlo y mancharse las manos. Eso a los escritores de terror se nos da bastante bien porque el terror no tiene límites, no, aquí todo vale. Somos libres, al menos dentro de las páginas en blanco.

¿Y por qué hablar de todo eso? ¿Para qué centrarnos en todo lo horrible que existe?, te preguntas. Es sencillo. La ficción es distracción para un cerebro agotado, es alimento contra la saturación, una pausa más que necesaria de esta noria en la que vivimos, pero además, ¿sabes qué pasa con la oscuridad que nunca se ilumina? Que crece, se va enquistando y poco a poco te aprisiona. Mirar hacia otro lado no hace que desaparezca. La maldad existe, a los seres humanos nos suceden cosas horribles y la ficción, además de entretener, cura. Una gran escritora amiga me dijo una vez que si todos los asesinos se dedicaran a escribir, no habrían matado a nadie. Es una reflexión exagerada quizás, pero es imposible refutar el argumento de que lo que se expresa pierde control sobre nosotros.

Y aquí le voy a tomar prestada una reflexión a mi querida Nieves Mories, porque a lo mejor lo que sucede es que no es que el terror no te guste, es que el terror, amigo mío, eres tú, y mirarse al espejo cuesta. Desenterrar los cadáveres del alma duele. Sacar esos temas de los que nunca hablaste remueve. Admitir ciertos pensamientos y emociones te expone. Y luego dormir puede ser complicado, pero no por los espectros de una casa encantada o la imagen mental de una niña poseída, qué va. Eso solo es la superficie, el adorno con el que se viste el verdadero meollo. Es el poso que te deja una historia, el tema sobre el que te obliga a meditar, la parte de ti que se ve reflejada en ese mal que rehuyes. Eso es lo que te da miedo. Pero recuerda: lo que no sale a la luz, crece.

Así que te invito a usar las etiquetas para ordenar tu biblioteca o la estantería donde colocas tus DVDs y a adentrarte en las historias como parte de esa oportunidad de experimentar otras vidas que nos proporciona el arte. Sin prejuicios. Porque como dice otra gran dama oscura: sí te gusta el terror y te lo puedo demostrar.

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