Miscelánea

La repetición en la literatura de terror. Mis temas recurrentes

Hace mucho que no escribo un post. Decidí que no volvería a hacerlo si no se trataba de un tema que me interesara y por el hecho genuino de que me apeteciera hablar de ello, además de que he pasado por un bloqueo profundo (del que aún no me libro del todo, pero ahí se ve la luz al final del túnel). En otra ocasión me ocuparé del bloqueo, de lo que supone, de qué trae consigo y cómo salir, pero hoy quiero hablar de los temas recurrentes en terror como excusa para autoanalizarme a mí como autora y mis textos.

Ya he dicho antes que está todo escrito. Los conceptos y los temas se repiten desde hace siglos, en cualquier forma de arte, y la literatura no iba a ser menos. Da igual lo que pienses que vas a tratar en tu texto; posiblemente se haya hecho antes. Eso sí, no desde tu perspectiva. La literatura de cualquier género se nutre de la repetición. Las ideas brotan en la mente del creador porque hay algo de ese concepto que le atrae, una reflexión que flota en el ambiente, preguntas que buscan respuesta, incluso cuando el objetivo de la escritura es simplemente divertirse.

Lo habitual es que sea a través de las referencias a otros textos y autores donde veamos nuestro trabajo reflejado, retazos de lo que intentábamos contar, y que este análisis se haga por medio de los ojos de alguien ajeno, quizás más objetivo o al menos que no esté metido hasta el cuello en todo ese mejunje emocional que supone una historia. Tras asistir a un congreso sobre el tema de la repetición en la literatura y escuchar a Patricia Esteban Erlés, una de mis autoras de terror favoritas, hacía el ejercicio de autoanalizarse, decidí hacer lo mismo con mi propio trabajo, quizás para conocerme un poco más. ¿Por qué escribo sobre lo que escribo? ¿Por qué escribes tú sobre lo que escribes? Y esto se parece bastante a asistir a terapia, quizás hasta le acompañe la epifanía. Para mí el subtexto de una historia es casi tan importante como la historia en sí misma. No siempre sé por qué quiero contar algo, a veces lo descubro cuando llego a la mitad, otras cuando los propios lectores escarban entre las líneas y descubren pistas que ni yo misma sabía que había dejado. Así que en este post me dispongo a diseccionar esos temas recurrentes de mi escritura a los que he llegado gracias a la introspección obligada por el bloqueo y los comentarios y charlas con quienes me leen. ¿Listos para adentrarnos en mi oscuridad?

¿Quién soy? El doble y la búsqueda de la identidad

Freud ya analizó el tema del doble en su ensayo «Lo siniestro» cuando hablaba del desdoblamiento del yo, la partición del yo y la sustitución del yo. El doble encarna esa otra parte oculta que ignoramos o nos negamos a aceptar, la que otros desean de nosotros, lo que quizás no somos o no nos atrevemos a ser. En mi opinión el texto que mejor aúna estos dos conceptos de dualidad e identidad es William Wilson de Edgar Allan Poe. Pero la literatura nos ha dejado otros ejemplos como El Dr. Jekyll y Mr. Hyde de Stevenson, Los elixires del diablo de Hoffmann e incluso la aparición del Doppelganger en Rayuela de Cortázar. En cuanto a la búsqueda de la identidad no se me ocurre un ejemplo más certero que el Frankenstein de Mary Shelley, donde el monstruo carece siquiera de nombre, primer signo de identidad de cualquier ente, vivo o muerto.

Dicen que el ser humano a lo largo de su vida se realiza tres preguntas clave: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Adónde voy? Por alguna razón, la segunda no me interesa mucho y la tercera a veces me aterra y otras me libera. Es la primera de esas preguntas la que no deja de flotar en el vacío de mi espacio mental, y a ella le acompañan otras: ¿me conozco realmente? ¿sería capaz de reconocerme a través de los ojos de otros? ¿cuántas personalidades adoptamos a lo largo de la vida? ¿cuál es la verdadera? Por esta razón, la búsqueda de la identidad y el doble (entendido como un gemelo, un alter ego o la dualidad de lo que somos) aparece a menudo en lo que escribo. Las protagonistas de mis novelas suelen atravesar algún de tipo de crisis identitaria a lo largo de la historia, algunas la sufren en toda su agonía (como le ocurre a Amelia en Quién cuidará de ti) y me parece de especial interés ese proceso mental que sucede cuando nos sorprendemos haciendo/diciendo/pensando algo que «no es propio de nosotros». ¿Somos nuestras acciones? Es en esa reflexión en la que a menudo me pierdo, supongo que con la intención de averiguar si contamos con una naturaleza interior tan poderosa que dicte nuestro destino o somos verdaderamente los dueños de las decisiones que tomamos.

Cuando estudiaba filosofía hubo una frase de Thomas Hobbes que se me quedó gravada: el hombre es un lobo para el hombre. Sin adentrarnos demasiado en un análisis sesudo, creo que aquello despertó la necesidad de averiguar si el ser humano es capaz de la maldad más absoluta para conseguir sus objetivos y si esta puede obedecer al simple hecho de la intencionalidad, si cualquiera, dadas las circunstancias, podría convertirse en ese monstruo del que huimos. Estoy segura de que la mayoría nos hemos sorprendido con nuestras propias reacciones y acciones, el «yo jamás haría algo así», y de repente algo hace clic en ese misterio que es el cerebro, y hacemos justo eso que negábamos. En mi escritura, la maldad y la identidad se entrelazan con frecuencia: ¿cualés son los límites de la humanidad que poseemos? ¿Hasta dónde seríamos capaces de llegar? ¿Existe la bondad o la maldad innata? (En esto H.P. Lovecraft era un maestro y a él os remito).

Los monstruos de «lo femenino»

Durante mi adolescencia y parte de mi juventud adulta eché en falta historias que trataran ciertos temas que afectan a la mujer desde una perspectiva en la que pudiera verme reflejada (¿No es eso lo que buscamos en las historias, un espejo?). Quizás por mi naturaleza inconformista (mi pregunta favorita sigue siendo «¿por qué?») me rebelé temprano contra los roles que se me suponían asignados por mi sexo. Eso trajo muchas discusiones, problemas, algún trauma y mucho material para escribir.

Particularmente, la maternidad en su sentido amplio (y la no-maternidad en especial) es uno de los temas que también hace acto de aparición en mis historias con frecuencia. No creo que haya un acontecimiento en la vida de cualquier persona que conlleve tal grado de idealización y sentido del sacrificio socialmente aceptado como es para una mujer el hecho de tener un hijo. La fertilidad y la capacidad de crear vida como un hito casi divino al que llegar para llevar con orgullo ese calificativo: MUJER. La presión social a quienes deciden que no es su camino y, quizás más aún, a las que se arrepienten de haberlo elegido alguna vez. La crítica a los tipos de maternidad elegidos, el miedo a fracasar en la tarea, el escrutinio público. Pero también me interesa reflexionar sobre algo que siempre me ha llamado la atención: la aceptación de la sangre como vínculo inalterable, es decir, la obligación de las madres de querer a sus hijos y viceversa (de nuevo, debo citar a mi queria Amelia, pero también a Mitica de La bruja de Biertan y toda su aventura familiar).

Fotograma de la película Carrie, de Brian de Palma

El germen nació cuando leí Carrie de Stephen King, uno de los ejemplos de madres literarias más terroríficas, y descubrí un concepto que yo denomino «el amor monstruoso». Esa forma de amar amparada en los genes y la familia, en el «es por tu bien» y en las dinámicas de una masculinidad tóxica que debemos al amor romántico y los cuentos de Disney. Porque ese es otro tema relacionado con lo femenino que sigo reproduciendo, de una manera u otra, la fina línea entre el amor y el control de quien se supone mío, y a partir de ahí la soledad de las que no se dejan llevar por ese romanticismo insano o quienes simplemente aprecian más su propia compañía (Sí, para mí esto se suele materializar en una historia sobre brujas). Por cierto, que las brujas también acaban llevándome a otros temas femeninos suculentos y poco tratados (casi siempre mal) como el ciclo de fertilidad, menstruación o menopausia, y el cuerpo femenino y su sexualidad.

El underdog o antihéroe

A estas alturas ya habréis adivinado por qué tengo debilidad por los antihéroes, mis queridos rebeldes incomprendidos. ¿A quién le interesa un personaje impecable? No hay nada más aburrido que la perfección. Ni pretendo alcanzar ese nivel ni creo que haya siquiera rozado mínimamente la oportunidad de hacerlo. Me interesan los perdedores, los que se arriesgan a pesar de las advertencias, los que no encajan. Admitámoslo, son los divertidos. Pero además nos recuerdan lo que somos: humanos imperfectos, más inclinados hacia el error que hacia el acierto.

Fotograma de la película Hill House, de Robert Wise

Desde la misma Carrie que mencionaba antes hasta los chicos del club de los perdedores de It, Stephen King es una de mis referencias en cuanto a antihéroes en terror se refiere. Probablemente sea un reflejo de mi propia necesidad de encontrar mi lugar en el mundo y que tenga mucho que ver con la recurrencia del primer tema (la búsqueda de la identidad) y con mi atracción por la filosofía existencialista y pesimista. No se trata de regodearse en las miserias, pero admitamos que vivimos en un mundo hostil para casi todo lo que merece la pena y que la vida casi parece más una gymkana en la que ir salvando obstáculos a ver quién llega al final con más lecciones aprendidas o menos cicatrices. Así, en el género de terror el antihéroe no solo tiene la oportunidad de redimirse sino de desatar todo su potencial, para bien y para mal, y ahí se encuentra el punto de interés: presentada la oportunidad, ¿escogerá la venganza contra la sociedad que lo rechaza? Volvemos, pues, al tema de la maldad.

Todas mis protagonistas enfrentan esa elección en algún momento de la trama, como Carrie debe decidir qué hacer cuando la sangre de cerdo resbala por su cuerpo, Eleanor si permanece en la Mansión de Hill House, Jack Torrance si se deja atrapar por su locura y la del Hotel Overlook. Y lo mejor de todo es que en una historia de terror nuestra empatía se dispara y somos capaces de comprender las más cuestionables acciones, porque en el fondo somos tan humanos como las emociones que pretenden que ignoremos. Ira, rabia, tristeza, dolor, resentimiento. Yo quiero que mis personajes sean libres de experimentar todo eso y de elegir qué hacer con ellas; quizás sea una vía de escape para convertir las mías propias en algo más útil.


Atenea y la opción de dejar que todos los que la rechazaron se autodestruyan, la bruja Mitica y su borroso camino entre el bien y el mal; Amelia y la tentación de abrir de par en par las cajitas para liberar sus demonios. Mary y la seducción del Mal con mayúsculas, Vincent Hund y la ardiente necesidad de venganza; la Tragantía y la aceptación de su monstruosidad. El proceso de autoanálisis ha sido tan divertido como revelador. Estoy segura de que Freud habría podido hacer una tesis detallada de lo que sea que hay en mi cabeza, aunque yo prefiero que vaya saliendo así, en forma de historias siniestras que me descubran cada capa que conforma las habitaciones de mi casa de muñecas. Si todavía te atreves a acompañarme en el viaje, toma asiento. Esto no ha terminado.

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